lunes, 19 de septiembre de 2011

Cuando acabe la crisis, comenzará el siglo XXI

Exceptuando la antigua órbita soviética, el mapa del mundo sigue siendo el mismo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Y las relaciones de poder también son prácticamente idénticas. Dicho de otro modo, el mundo se sigue rigiendo por unas normas establecidas en el siglo XX.

Pero ocurre que ya estamos en la segunda década del XXI, y que la realidad –siempre tan tozuda– se empeña en resquebrajar unos cimientos que creíamos eternos. Es normal. Hace cien años existían estructuras tan fósiles y aparentemente indestructibles como el Imperio Otomano o el Austrohúngaro, y aquellos gigantes fueron borrados del mapa en 1918.

¿Quiero decir con esto que estamos en la antesala de la Tercera Guerra Mundial? En absoluto. Tengo demasiada fe en el Hombre como para pensar eso. Más bien pienso que las estructuras sobre las que se cimente nuestro siglo crecerán de abajo hacia arriba, y no al revés, como ocurrió el siglo pasado.

Lo que quiero decir es que el ciudadano cada vez tiene más poder, y ésa es la grandeza de la democracia. De un mundo de naciones, pasaremos a un mundo de individuos. En este momento, nadie puede imaginarse a sí mismo empuñando orgullosamente un arma para imponer la bandera de su país en el territorio de otro. Ya nadie obedece ciegamente al poder. Por el contrario, las personas entienden que los gobernantes son unos empleados del pueblo y que, por tanto, pueden ser despedidos si no hacen bien su trabajo.

Y creo que lo mismo ocurrirá en el plano económico. Siempre ha habido un paralelismo entre los poderes políticos y los poderes fácticos, y nada es más fáctico que el dinero. Por eso, cuando los mandos del planeta estaba en manos de unos pocos dirigentes en unos pocos países, los dineros del planeta estaban en manos de unos pocos grupos empresariales que provenían de esos mismos países.

Ése sigue siendo más o menos el panorama actual, y basta leer un periódico para darse cuenta de que ésa manera de distribuir el poder político y económico ya no funciona. Y ahora viene la gran pregunta: ¿y entonces, qué?

No lo sé. No soy Nostradamus. Pero me atrevo a decir que nos espera un futuro de individuos sanamente desobedientes o, dicho de otro modo, independientes. Algo me dice que la actual crisis económica aún no ha llegado a su peor momento, y que la situación va a exigirnos echar mano de nuestros mejores recursos personales. Los Estados y las grandes corporaciones no están pudiendo hacer mucho por socorrernos, y si nos condenan a salvarnos solitos, no podrán pretender después volver a imponernos su control parental.

No sé qué pasará, pero estoy seguro de que los ciudadanos saldremos de ésta convertidos en verdaderos adultos. Y aquellos que ahora nos dicen “come y calla” tendrán que esforzarse de verdad para ganarse nuestras voluntades.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Los que echarán de menos a Gadafi

La Unión Europea es sabia. Supo convertir al continente más agotado del planeta en el más próspero. Y eso se debe a una ventaja de siglos en cuanto a la tecnología y relaciones internacionales, pero creo que sobre todo se debe a una de las condiciones sin las cuales no se puede pertenecer a la UE: un estado miembro tiene que ser un estado democrático.

Y es que la democracia garantiza un fair play que también influye en lo económico. Así, en el convulso mundo de la segunda mitad del siglo XX había un grupo de estados de derecho imponiendo su hegemonía económica sobre un mundo repleto de tiranuelos más o menos corruptos y más o menos belicosos, pero en cualquier caso embarcados en el empobrecimiento sistemático de sus respectivos países.

Pero la democracia (o al menos el capitalismo) llegó a América Latina, a la antigua Unión Soviética y a muchos lugares de Asia, y eso hizo que los habitantes de aquellas latitudes cambiasen sus ansias de libertad por la preocupación principal de todo hombre occidental: ganar dinero. Ahora parece ser que le toca el turno al mundo árabe, con lo que los europeos, los norteamericanos y los japoneses nos veremos aún más forzados a competir en igualdad de condiciones.

Dicho de otro modo, el postcolonialismo toca a su fin. Se están acabando los días de cambiar minas antipersona por petróleo, los días en que todas las multinacionales tenían sus sedes en Europa, Japón y Estados Unidos.

A este fenómeno se une la atomización empresarial en nuestro propio territorio. Cada vez está más claro que la crisis no es coyuntural, sino estructural, y que los mercados nacionales se encierran en sí mismos por la fuerza. Los miles de empleados de empresas transnacionales que se han quedado sin trabajo, se están convirtiendo en pequeños empresarios. Y lo más curioso es que el mercado les hace hueco. Es normal. Pueden ofrecer un tarifario mucho más interesante que una gran compañía y además piensan, sienten y sufren exactamente igual que sus públicos.

Vemos cómo no dejan de surgir empresas encantadoramente locales, mientras las compañías internacionales persiguen el mito del glocal, del discurso único traducible a todas las culturas. Sinceramente, creo que esa fórmula no va a resultar. La gente se ha visto obligada a vivir al margen de las grandes firmas, y acabarán haciéndolo por voluntad propia. Digan lo que digan, a todos nos gustaba la panadería del barrio más que el hipermercado. Fue éste el que se empeñó en destruir al panadero y en cambiar los hábitos de compra de sus clientes. Y ellos se vengan ahora yendo a la tienda de conveniencia de la esquina, invariablemente regentada por una familia china.

Por eso se me hace difícil pensar que los habitantes de una Libia libre y próspera (lo será) prefieran el McDonald’s al shawarma. Y por eso tengo la sospecha de que hay quien echará mucho de menos a Gadafi, y a el-Sadat, Mugabe… incluso a Fidel Castro.