miércoles, 7 de diciembre de 2011

La quimera de los mercados

Para convertir cualquier entelequia en una realidad, basta con repetirla machaconamente. Este sencillo método sirvió al doctor Goebbles para culpabilizar a los judíos de la crisis alemana de los años 20 y 30, o al senador McCarthy para camuflar su sistemática violación de la libertad de expresión bajo una imaginaria amenaza comunista. Podría seguir mencionando ejemplos, como los axiomas repetidos durante siglos por los santos varones de las distintas iglesias, que no han necesitado mucho más que la cansina reiteración de sus dogmas para mantener el negocio vivo y sano. Pero no es ésta la materia sobre la que quiero escribir.

El tema de esta entrada es la patraña que, por el método antes mencionado, se está convirtiendo en la gran verdad del momento: "LA CRISIS DE LA EUROZONA SE VERÁ SOLUCIONADA CUANDO LA DEUDA PÚBLICA DE SUS PAÍSES MIEMBROS VUELVA A RESULTAR ATRACTIVA A LOS MERCADOS". ¿Les suena este razonamiento? Claro. Lo repiten sin descanso Merkel y Sarkozy, lo repiten Rajoy y Zapatero, lo repiten los medios de comunicación (estos son inocentes, su trabajo es comunicar lo que escuchan), y al final lo repetimos todos en bares, taxis y demás claustros.

Pero lo más curioso es que a nadie se le ha ocurrido que para comprobar la veracidad de este axioma basta formularlo en sentido contrario, a saber: "LA CRISIS DE LA EUROZONA HA SIDO PROVOCADA POR LA FALTA DE CONFIANZA DE LOS MERCADOS HACIA LA DEUDA PÚBLICA DE SUS PAÍSES MIEMBROS". Como ven, esta frase es casi idéntica a la otra, pero como se refiere al pasado sabemos que es mentira. Mentira y gorda. Porque mi flaca memoria es capaz de retroceder hasta 2008, año en el que la crisis hizo su aparición oficial, y que yo recuerde nadie hablaba entonces de deuda pública sino de todo lo contrario. La recesión comenzó siendo un problema de deuda estrictamente privada, hipotecaria por más señas. Los bancos llevaban una década financiando un alocado negocio inmobiliario, y aquello no podía ser más rentable para ellos: como mínimo, cobraban los intereses de las hipotecas, y como máximo deshauciaban al propietario moroso y revendían el inmueble financiado por un valor mucho mayor al del préstamo. Y lo mejor es que el hipotecado tenía (aún tiene) la obligación de seguir pagando al banco por la casa que éste le había embargado. A su vez, los sacrosantos mercados invertían como descosidos en unos elaboradísimos productos financieros compuestos en gran parte por activos hipotecarios, y toda aquella fiesta se sustentaba en algo tan frágil como una burbuja.

Cuando estalló la burbuja, los bancos se encontraron con unos índices de morosidad nunca vistos y con una cantidad de inmuebles embargados que no valían ni los ladrillos con los que estaban hechos. Por su parte, los que habían invertido en aquellos rentabilísimos fondos de inversión que engordaban al ritmo del despendole inmobiliario, vieron como su dinero se volatilizaba ante sus narices. Ante esto, ¿qué podían hacer unos inversores súbitamente descapitalizados? Pedir más crédito a los bancos. ¿Y qué hicieron los bancos? Por supuesto, negar ese crédito. Y de paso, pedir préstamos a sus respectivos gobiernos para salvarse de la quiebra.

En efecto, a lo largo de 2008-2009 los mercados perdieron completamente la confianza en sí mismos, y siguen sin recuperarla. Los bancos siguen con el grifo del crédito más cerrado que abierto, y las empresas luchan por colocar sus productos en los hogares de unos consumidores depauperados entre otras cosas porque han sido despedidos o son precariamente remunerados por una compañía que estaba perdiendo negocio al no vender una escoba a los desempleados o mal pagados por otras empresas.

En esta situación, los inversores decidieron depositar su confianza y sus cuartos en lo único fiable: la deuda pública. Pero no se pararon a pensar que los gobiernos han estado estrujando sus arcas durante los últimos años para mantener el estado de bienestar sin recibir mucha ayuda del sector privado, por lo que las agencias de calificación empezaron a otorgar negativos a la deuda pública de muchas naciones, entre ellas España. Por tanto, el aluvión de recortes en servicios públicos que tendremos que sufrir para que nuestra deuda pública vuelva a ser segura y fiable no tienen como objetivo inyectar dinero en los mercados para que ellos a su vez generen empleo y prosperidad. La realidad es mucho más terrible: TENEMOS QUE REVALORIZAR LA DEUDA PÚBLICA PORQUE LOS MERCADOS NO TIENEN NADA MEJOR EN LO QUE INVERTIR.

Y lo peor es que para conseguirlo hay que subir los impuestos y reducir la protección social. O dicho de otro modo, hay que depauperar aún más al conjunto de la población. ¿Conseguirá eso relanzar el sector privado? No lo creo. La sociedad de consumo no puede existir sin consumidores. Nadie parece tener en cuenta que el común de los mortales no invierte en Bolsa, sino que se conforma con poder dejarse unos euros en la tienda. Y esos euros cada vez son más escasos.

En conclusión: los ciudadanos de la eurozona tenemos que sacrificar nuestras pensiones, nuestra sanidad y nuestra educación para que nuestros Estados tengan más dinero que prestar al sector privado. Pero nadie nos garantiza ni que ese dinero vaya a ser devuelto ni que vaya a ser reinvertido en otra cosa que valores especulativos. Lo de invertir a largo plazo en iniciativas productivas que generen empleo no parece estar en la mente de los sacrosantos mercados...

jueves, 20 de octubre de 2011

Detrás de tu marca se ve tu empresa

Y por eso, tu publicidad no son sólo los anuncios que pagas y en los que hablas de lo mucho que te preocupas por el mundo y por las personas que deberían consumir tus productos o servicios para sentirse realizados y felices.

Porque ocurre que la gente lleva más tiempo del deseable teniendo que apañárselas para intentar ser feliz con muy poco dinero en el bolsillo, y empieza a ver más allá de la marca cuando tiene que gastarlo.

En una situación de crisis, el precio se convierte en un elemento decisivo para la decisión de compra, y eso hace que los anunciantes se lancen a un discurso baratero que, según el caso, puede erosionar gravemente los valores de su marca. También ocurre que en época de vacas flacas, las empresas tienen tanta necesidad de ahorrar como sus consumidores. Y ahí es donde quiero ir a parar.

Si las personas van menos a la tienda, no es porque haya surgido una súbita epidemia de tacañería, sino porque han sido despedidos de una empresa igualita a las que pretenden convencerles de lo dispuestísimas que están a mimarles como consumidores. O porque una de esas compañías lleva cinco años sin subirles el salario, o porque directamente les han contratado en unas condiciones que no le dan para asumir la subsistencia más básica.

Hablando en plata, la gente está cabreada con las empresas, y se fija en cosas que antes pasaban desapercibidas. Cuando un anunciante te promete fidelidad eterna en sus comunicaciones y al mismo tiempo lees en el periódico que ha repartido 7.000 millones en bonus el mismo día en que ha despedido a 6.800 empleados, es muy posible que decidas que esa compañía se va a meter sus productos por donde les digas. Y eso sí que erosiona la marca.

Ayer mismo, la CEOE publicó un documento en el que pedía que las estrecheces de los que trabajan por cuenta ajena sean aún más opresivas. Y supongo que nuestra patronal no se paró a pensar que sus potenciales clientes son esos mismos a los que quieren cerrar definitivamente el grifo de la prosperidad. En resumen: no puedes maltratar a un individuo como empleado, y al mismo tiempo agasajarle como consumidor.

Los creativos de las agencias podemos dedicar todas nuestras reservas de talento a crear campañas que diviertan, conmuevan y convenzan a los consumidores. Pero después del bloque de anuncios viene el telediario, y lo que dice la realidad pesa mucho más de lo que decimos los publicitarios.

Hago, pues, una llamada a la reflexión. La responsabilidad social corporativa no debería consistir en destinar un presupuesto más o menos ridículo a obras solidarias para luego comunicarlas a bombo y platillo. La responsabilidad social de una empresa, tal y como dice la propia expresión, no debería ser otra cosa que asumir de manera responsable el papel que una compañía tiene en su sociedad.

Si como empresa te ganas el respeto y el cariño de la gente, habrás conseguido la mejor publicidad como anunciante.

lunes, 19 de septiembre de 2011

Cuando acabe la crisis, comenzará el siglo XXI

Exceptuando la antigua órbita soviética, el mapa del mundo sigue siendo el mismo desde el final de la Segunda Guerra Mundial. Y las relaciones de poder también son prácticamente idénticas. Dicho de otro modo, el mundo se sigue rigiendo por unas normas establecidas en el siglo XX.

Pero ocurre que ya estamos en la segunda década del XXI, y que la realidad –siempre tan tozuda– se empeña en resquebrajar unos cimientos que creíamos eternos. Es normal. Hace cien años existían estructuras tan fósiles y aparentemente indestructibles como el Imperio Otomano o el Austrohúngaro, y aquellos gigantes fueron borrados del mapa en 1918.

¿Quiero decir con esto que estamos en la antesala de la Tercera Guerra Mundial? En absoluto. Tengo demasiada fe en el Hombre como para pensar eso. Más bien pienso que las estructuras sobre las que se cimente nuestro siglo crecerán de abajo hacia arriba, y no al revés, como ocurrió el siglo pasado.

Lo que quiero decir es que el ciudadano cada vez tiene más poder, y ésa es la grandeza de la democracia. De un mundo de naciones, pasaremos a un mundo de individuos. En este momento, nadie puede imaginarse a sí mismo empuñando orgullosamente un arma para imponer la bandera de su país en el territorio de otro. Ya nadie obedece ciegamente al poder. Por el contrario, las personas entienden que los gobernantes son unos empleados del pueblo y que, por tanto, pueden ser despedidos si no hacen bien su trabajo.

Y creo que lo mismo ocurrirá en el plano económico. Siempre ha habido un paralelismo entre los poderes políticos y los poderes fácticos, y nada es más fáctico que el dinero. Por eso, cuando los mandos del planeta estaba en manos de unos pocos dirigentes en unos pocos países, los dineros del planeta estaban en manos de unos pocos grupos empresariales que provenían de esos mismos países.

Ése sigue siendo más o menos el panorama actual, y basta leer un periódico para darse cuenta de que ésa manera de distribuir el poder político y económico ya no funciona. Y ahora viene la gran pregunta: ¿y entonces, qué?

No lo sé. No soy Nostradamus. Pero me atrevo a decir que nos espera un futuro de individuos sanamente desobedientes o, dicho de otro modo, independientes. Algo me dice que la actual crisis económica aún no ha llegado a su peor momento, y que la situación va a exigirnos echar mano de nuestros mejores recursos personales. Los Estados y las grandes corporaciones no están pudiendo hacer mucho por socorrernos, y si nos condenan a salvarnos solitos, no podrán pretender después volver a imponernos su control parental.

No sé qué pasará, pero estoy seguro de que los ciudadanos saldremos de ésta convertidos en verdaderos adultos. Y aquellos que ahora nos dicen “come y calla” tendrán que esforzarse de verdad para ganarse nuestras voluntades.

lunes, 12 de septiembre de 2011

Los que echarán de menos a Gadafi

La Unión Europea es sabia. Supo convertir al continente más agotado del planeta en el más próspero. Y eso se debe a una ventaja de siglos en cuanto a la tecnología y relaciones internacionales, pero creo que sobre todo se debe a una de las condiciones sin las cuales no se puede pertenecer a la UE: un estado miembro tiene que ser un estado democrático.

Y es que la democracia garantiza un fair play que también influye en lo económico. Así, en el convulso mundo de la segunda mitad del siglo XX había un grupo de estados de derecho imponiendo su hegemonía económica sobre un mundo repleto de tiranuelos más o menos corruptos y más o menos belicosos, pero en cualquier caso embarcados en el empobrecimiento sistemático de sus respectivos países.

Pero la democracia (o al menos el capitalismo) llegó a América Latina, a la antigua Unión Soviética y a muchos lugares de Asia, y eso hizo que los habitantes de aquellas latitudes cambiasen sus ansias de libertad por la preocupación principal de todo hombre occidental: ganar dinero. Ahora parece ser que le toca el turno al mundo árabe, con lo que los europeos, los norteamericanos y los japoneses nos veremos aún más forzados a competir en igualdad de condiciones.

Dicho de otro modo, el postcolonialismo toca a su fin. Se están acabando los días de cambiar minas antipersona por petróleo, los días en que todas las multinacionales tenían sus sedes en Europa, Japón y Estados Unidos.

A este fenómeno se une la atomización empresarial en nuestro propio territorio. Cada vez está más claro que la crisis no es coyuntural, sino estructural, y que los mercados nacionales se encierran en sí mismos por la fuerza. Los miles de empleados de empresas transnacionales que se han quedado sin trabajo, se están convirtiendo en pequeños empresarios. Y lo más curioso es que el mercado les hace hueco. Es normal. Pueden ofrecer un tarifario mucho más interesante que una gran compañía y además piensan, sienten y sufren exactamente igual que sus públicos.

Vemos cómo no dejan de surgir empresas encantadoramente locales, mientras las compañías internacionales persiguen el mito del glocal, del discurso único traducible a todas las culturas. Sinceramente, creo que esa fórmula no va a resultar. La gente se ha visto obligada a vivir al margen de las grandes firmas, y acabarán haciéndolo por voluntad propia. Digan lo que digan, a todos nos gustaba la panadería del barrio más que el hipermercado. Fue éste el que se empeñó en destruir al panadero y en cambiar los hábitos de compra de sus clientes. Y ellos se vengan ahora yendo a la tienda de conveniencia de la esquina, invariablemente regentada por una familia china.

Por eso se me hace difícil pensar que los habitantes de una Libia libre y próspera (lo será) prefieran el McDonald’s al shawarma. Y por eso tengo la sospecha de que hay quien echará mucho de menos a Gadafi, y a el-Sadat, Mugabe… incluso a Fidel Castro.